EN LA RUTA DEL GOLPE (2). LA VIABILIDAD DEL ÁREA DE PROPIEDAD SOCIAL (APS). Héctor Vega

Desde sus inicios, el gobierno de la UP había decretado requisiciones e intervenciones, valiéndose de leyes antiguas entre ellas el Decreto Ley n° 520 de 1932, para la requisición y diversos artículos del Código del Trabajo en el caso de las intervenciones. Ese procedimiento sin embargo, no representaba según la legislación burguesa un traspaso al Área Social. En el programa de gobierno se definían las tres áreas como sigue: a) Área de propiedad social, área dominante formada por las empresas que actualmente posee el Estado más las empresas que se expropian; b) Área de propiedad privada, aquellos sectores de la industria, la minería, la agricultura y los servicios en que permanece vigente la propiedad privada de los medios de producción y c) Área mixta, se compondrá de empresas que combinen los capitales del Estado con el de los particulares.

Con el objeto de detener la constitución del APS, los senadores Hamilton y Fuentealba de la democracia cristiana presentaron un proyecto de ley cuyo objetivo central consistía en paralizar el proceso de formación del APS. Ese proyecto tenía por objeto impedir que el Estado pudiera traspasar algunas grandes empresas al Área Social por la vía de la compra de acciones o derechos en ellas. Eso significaba desconocer prácticamente la gestión que la CORFO había venido realizando desde su creación (1940) y bajo gobiernos que nada tenían de revolucionarios. Según la artimaña derechista, sólo nuevas leyes podrían autorizar al Estado para efectuar tales compras. Junto con privar al Estado los medios para formar el APS, tampoco se determinaba el campo del APS y se remitía a leyes futuras la incorporación de las empresas que debían integrarla. En el hecho lo que se perseguía con el proyecto era la protección del capital monopolista.

La estadística elaborada por Odeplan señalaba que de la lista en discusión, 79 empresas, a fines de 1971 y comienzos de 1972, 19 de éstas significaban 18% de la producción industrial del país, 10 accionistas representaban 63% del capital de las empresas, siendo aquellos apenas un 0,5% del total de los accionistas de dichas empresas. El capital extranjero controlaba 32% del total del capital de dichas empresas. En cuanto al sector comercial afectado, las empresas de la lista, representaban según cifras de ventas el 9% del total sectorial. En el proyecto de 1971 se contemplaba la estatización posible de todas las empresas cuyo capital y reservas, más utilidades, excediera en 1969 los 14 millones de escudos (un millón de dólares a curso oficial de ese entonces).

Ya a comienzos de 1972, el proyecto del gobierno aparecía como conservador frente a la realidad del gran capital su poder orientador en la economía chilena. En un estudio de C. García, publicado en Punto Final, se comparaban las 79 empresas estatizadas en el curso de 1971 con el total de empresas que según el criterio del gobierno de la UP y de los antecedentes que se disponían en relación a otras empresas que no entraban en el proyecto pero que según el criterio del capital debían entrar, las 79 de la lista representaban menos de un cuarto de los grandes monopolios. Además, tres sociedades anónimas, con un capital superior a 200 millones de escudos permanecían fuera de todo control por parte del gobierno. En definitiva, ninguna de estas últimas entraría a formar parte del APS en el período anterior al golpe. CORFO abrió poderes de compra de acciones para la Papelera (CMDT) y la Sudamericana de Vapores, operación que a la postre fue boicoteada por la Derecha, no llegando a materializarse su incorporación al APS.

La viabilidad del APS

Un lento proceso de ampliación del APS significa que por un largo período se mantiene el proceso productivo según los estándares de la empresa capitalista. Eso tiene relación con el tipo y cantidad de productos que se canalizan al mercado. Es a partir de la realidad de la empresa que se construyen las diferencias en los ingresos y las oportunidades de consumo de la población.

La realidad social implicaba mantener un nivel de gastos importantes para financiar bienes públicos postergados a saber, educación, salud, vivienda… y además de ello bonificar remuneraciones. Estos gastos, trasladados a costos, constituían la expresión económica de los intereses de la clase dominante. Intereses reflejados en la realidad de la oferta y demanda del mercado. Cualquier compensación monetaria a las clases postergadas debería regirse por los precios que finalmente imponían las clases dominantes en el mercado. De esa manera el gasto social de la población, en un mercado cruzado de imperfecciones, se canalizaba hacia las estructuras productivas controladas por las clases dominantes, o margen de apropiación de dichas clases. Existiendo grandes diferenciales de ingreso, el poder de compra superior de un segmento de la población, neutralizaba cualquier intento social compensador desde el gobierno.

Michal Kalecki, Karl Marx, J.M. Keynes

En definitiva, la práctica nos enseñó que un lento proceso de formación del APS atentaba contra la viabilidad misma del APS. En una obra clásica en su género (1935), Oskar Lange, escribía a propósito del gobierno socialista:

“Debe ir adelante resueltamente con su programa de socialización con la mayor rapidez posible. Cualquier vacilación, cualquier duda o indecisión, provocaría una catástrofe económica inevitable. El socialismo no es una política económica para los tímidos”. Y refiriéndose a las áreas intocadas por el proceso de socialización escribía: “por otro lado, como complemento de su resuelta política de rápida socialización el gobierno socialista debe declarar de manera inequívoca, que toda propiedad y empresa no incluidas explícitamente en las medidas de socialización permanecerán en manos particulares, y garantizar su seguridad absoluta…”

En definitiva, un lento proceso de formación del APS, implica la existencia permanente de un área privada distorsionante del sistema de precios y de la distribución de ingresos. Se elimina de partida la creación de un mercado de consumo popular masivo. Se impide la generalización de nuevas relaciones sociales de producción basadas en los principios socialistas de acumulación y remuneraciones. Cualquiera lentitud en el proceso abría la alternativa de suplir los efectos reales de las políticas distributivas de ingreso, por una política de gastos fiscales.

Se generaba así una doble área de precios, bajos precios en el área social, precios de mercado libre en el área privada. La cuota de producción de empresas del área social, que trabajaban a costos bajos, era canalizada mediante el comercio que se encontraba en manos de los gremios patronales, fomentando el acaparamiento y la escasez de productos que desaparecían rápidamente del mercado. De esa manera los excedentes del área social se canalizaban, a través de la intermediación, hacia las unidades productivas controladas por las clases dominantes. De esta operación nace el déficit de operación de las empresas del área social de la economía y el mercado negro en beneficio de la oligarquía. Los costos de dicho mercado se recuperaban con las ventas del mismo a precios evidentemente altos. Este era el mecanismo adecuado para apropiarse de los billetes que el gobierno colocaba en los bolsillos de los trabajadores. En resumen, el déficit de las empresas del área social y, los mayores ingresos monetarios de los trabajadores, multiplicaba las ganancias a cifras siderales de los controladores del mercado. En esas circunstancias se imponía un golpe de timón en la canalización de la producción del área social o bien, se recurría al déficit fiscal.

El primer camino implicaba el ejercicio de fórmulas de poder de la clase trabajadora, que siempre se miraron con reticencia por la dirigencia del partido comunista. Una de ellas era el fortalecimiento de las organizaciones territoriales de trabajadores, a saber los cordones industriales y los comandos comunales de trabajadores. Estas organizaciones postulaban el control de toda la línea del proceso productivo y de la comercialización. En esa época, se instalaron mercados populares en los días que la ofensiva patronal arreciaba en el mes de octubre de 1972. En esos días me tocó presenciar el hecho paradójico que el gobernador de la comuna de Maipú prohibiera la instalación de dicho mercado en el territorio de la comuna, “por atentar contra el comercio establecido”. El mismo comercio que le negaba la sal y el agua al gobierno y que pretendía derribarlo.

El segundo camino, consistía en recurrir al déficit fiscal para cubrir la brecha en el poder de compra de los consumidores, dejada por los precios programados y los precios del mercado negro. Se siguió este último camino y se inundó el mercado de billetes, con los que se buscaba mantener una distribución más equitativa del ingreso personal mediante una política de ingresos monetarios. A poco andar se vio, que si se intentaba una política (conciliadora), que sustituyera la profundización de los antagonismos de clase por el manejo presupuestario de la crisis, debía pagarse caro el intento. Las emisiones inorgánicas y consecuencialmente la inflación pasaron a ser el índice más dramático del precio que durante esa época debió afrontar la política de conciliación.

En los últimos meses del gobierno de la UP fue una época de grandes ganancias para los controladores del mercado negro. La canalización del capital especulativo había hecho aumentar varias veces la velocidad de circulación del dinero. Aumentó exponencialmente la creación diaria de billetes en circulación. ¿Qué había sucedido? Con el objeto de amortiguar la inquietud pública y la de los trabajadores por la carestía creciente, el gobierno mantuvo los ingresos nominales de los trabajadores. Con la carestía proliferó el mercado negro que manejado hábilmente por la derecha significó una apropiación creciente de la masa de billetes que diariamente aumentaba. El Estado administraba el presupuesto y las compensaciones sociales, cumpliendo su parte en el sainete, que desde un comienzo la oligarquía tenía totalmente dominado. Sin arriesgar un descrédito político, el centro del poder productivo y comercial, apoyado por la Derecha, se apropiaba de los billetes que el gobierno ponía en circulación. Con ello se elevaba sistemáticamente la inflación, manejo que hizo pasar al gobierno por “veranitos de San Juan” o meses de sobrevida.

En el mes de octubre (1972) se salva una etapa crítica mediante los reajustes de ese mes. Junto a la solución política del “gabinete UP-generales” se otorgan reajustes desfinanciados como un medio desesperado de aliviar la tensión social. Una segunda crisis – tancazo del 29 de junio – encuentra al ministro de Economía discutiendo un nuevo reajuste para el año 1973. En septiembre de ese año la situación se había vuelto inmanejable.

El diálogo del gobierno con la democracia cristiana buscaba una suerte de conciliación de objetivos. Ante una situación inmanejable, la oposición abandona ese juego. Las crudas cifras mostraban que ya no había posibilidades prácticas de ganar un escudo más de utilidad especulativa. El gobierno había caído en el garlito económico tendido por los centros de poder económico y político.

Al final del experimento habría sido necesario otro presupuesto de la Nación para compensar conjuntamente a trabajadores y patrones, pues estos últimos se encontraban en el extremo de la línea, absorbiendo lo que el Estado canalizaba hacia los trabajadores.

Santiago, agosto 9, 2023

Debate sobre la planificación socialista: Link

The great debate in political economy isn’t between Friedrich Hayek and John Maynard Keynes, but between Friedrich Hayek and Oskar Lange.

This debate began in the 1920s and focussed on whether it was theoretically possible for a socialist country to plan its economy, as advocates of socialism suggested.

Could a socialist planner allocate scarce resources efficiently? How would they decide whether to send rubber to Tyre Factory 12 or Hose Factory 7? In a market economy, the factory that needed the rubber most would be willing to pay the highest price. But there is no natural price system in socialism – consumer prices are decided by the planner, and rubber allocated according to their diktat.

Hayek thought socialist planning was practically impossible – the information to choose without prices was too hard to get. His mentor, Ludwig von Mises, also believed planning was theoretically impossible – without market prices, the necessary information simply wouldn’t exist.

On the other side was a group of socialist economists, led by the Polish Oskar Lange. Lange argued all the information buried in prices would be accessible to socialist planners: they could carefully watch inventories to ascertain supply and demand and therefore where goods should be allocated. Lange’s views firmed in later life as he recognised the power of computers, writing just before his death in 1965 the market process was just «a computing device of the pre-electronic age» and therefore «old-fashioned». Computers could do everything a market does, and do it fairer.

Such was the theoretical debate. Lange and his contemporaries lost twice: first with the fall of the Soviet Empire, and second with the left’s apparent embrace of the market.  The same Australian Labor Party that damned Hayek during the global financial crisis can’t stop praising the virtues of market pricing when talking about its emissions trading scheme.

But both sides of the socialist calculation debate spoke in ideal terms. Lange and his contemporaries imagined a unified and purposeful socialist commonwealth. And, however critical they were, Hayek and Mises assumed the same. The question was whether socialism could work in theory – not whether socialism worked.

Actually existing socialism was nothing like Lange’s ideal model. In a 2004 book, The Political Economy of Stalinism, the economic historian Paul R Gregory dug through the Russian archives to see how socialist planning worked in practice.

It was chaotic. At best, resources were allocated throughout the Soviet Union «by feel and intuition». Stalin had an enormous bureaucracy at his command but there was little delegation. Even the smallest economic decisions were pushed up to the Politburo, and to the dictator himself. Should the state buy an oil tanker? Should they sell 200 trucks to Mongolia? Should steel pipes be imported or produced domestically? It was not disinterested planners working towards efficiency, but Stalin and his senior colleagues who decided such things.

This extreme centralisation was not some Stalinist aberration, as Gregory points out. Any political order that wishes to plan for national uniformity inevitably has to concentrate power. Stalin was not overworked because he was a totalitarian leader, but because he was a socialist one.

There was a great irony in Oskar Lange’s faith in the power of computers to resolve the calculation problem. The development of a Soviet computer was itself a case study in the inability of socialism to efficiently produce and innovate. While the West had pushed ahead with the development of computers after the Second World War, the Soviet hierarchy apparently saw little need to do so until the mid-1960s.

When a native computer was finally mass-produced, it was so poorly built it was virtually worthless. And the central plan called for the production of lots of computers, not for them to be well maintained or integrated. The USSR was never able to implement the technocratic ideal. It was constitutionally unable to do so.

Central planning failed not because it was logically impossible, but because it couldn’t deal with the ignorance and self-interest that characterises all human activity.

This is still the basic problem in public policy. Governments no longer comprehensively «plan» their economies. Yet they now try to supervise them. We are often told the debate between Hayek and Keynes is the great question in political economy. But whether governments can spend their way out of recessions is just one element of the larger debate about the coordinating power of markets.

Lange believed economic calculation was just a matter of throwing enough computing power at the problem. Today’s regulators believe the same thing – extensive risk models purport to give regulators enough information to manage the private sector. The global financial crisis demonstrated that those models are elaborate fictions. Yet the response from regulators has been to double down and insist on greater powers and more complex models.

The calculation problem is endemic in highly regulated sectors like health, where it is not the price system that coordinates resources, but bureaucrats and politicians. Every government proposes to reform health but the sector will remain unreformable until this basic problem is recognised. In the meantime health will continue to be dominated by rent-seekers and rife with inefficiency.

And the calculation problem shapes the debate over tax and spending. Social democrats claim in certain circumstances governments can spend money more rationally, more efficiently than taxpayers could. But this claim relies on a belief that bureaucracies have enough knowledge to do so, and can surmount the political and commercial interests which flock to the centres of power.

Much has changed since the 1920s but the basic problem in political economy has not – ignorance. We should not be talking about Hayek versus Keynes, but Hayek versus Lange.

Chris Berg is a Research Fellow with the Institute of Public Affairs. Follow him on Twitter @chrisberg.

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